Muchas veces he escuchado padres pedirme ideas de platos para cocinar junto a sus hijos. Y también recetas de comidas un poco más equilibradas que las pizzas o las papas fritas para que los niños coman, que les guste, y a la vez que les haga bien.
Estamos hablando de una ansiedad permanente del padre moderno: enfrentarse a la crítica culinaria de sus hijos. Es algo terrible. Los viejos son así: se matan para que los niños coman bien, para que crezcan bien, y al mismo tiempo quieren que su trabajo en cocina este reconocido por su progenitura. O sea, que les digan que estuvo “riquíííííííísimo”, con su tiernas vocesitas de nenes.
Uno lo puede entender. Después del trabajo, de la limpieza de la casa, después de haber ido a buscar los “monstruos” en la escuela y de haber hecho las compras, no es fácil ponerse a cocinar, es decir a sudar, cortar (a veces cortarse), hervir, asar (y a veces quemarse), etc. Si, después de tantos esfuerzos, el enano les manda todo a la mierda en un segundo diciendo que no le gusta, la violencia simbólica es tremenda. Lógico.
Y todos hemos visto escenas como esta: inquietos, los padres esperan el juicio final del nene sentado frente a su plato de puré de calabaza. Están inquietos, pero llenos de optimismo, ya que el chico comió este mismo puré hace una semana diciendo que le gustaba. Pero ahí viene. La carita se cubre con un rictus de asco, los labios se tensan, los ojitos expresan exasperación. No quiere. No le gusta. O, mejor dicho, él explica de manera tan injusta, y tan definitiva, que “no está rico”.
Para luchar contra este fenómeno, y para evitar de calificar a sus hijos de ingratos, muchos padres se pierden entonces en la busqueda de ciertos Graales culinario: la receta mágica que les hará amar los vegetales, la formula misteriosa que les hará aceptar la sopa, el plato genial que les convencerá de cocinar con papa o con mama y así compartir un lindísimo momento de complicidad…
Y a veces me preguntan, a mí, mis secretos. Si tengo ideas. Si sé como hay que cocinar el guiso de lentejas para que lo coma. Si conozco alguna alternativa a los fideos y al arroz. Si puedo darles consejos para realizar postres dietéticos que comerán como si fuese helado de Oreo.
Seré honesto. Muchas veces miento. Les cuento lo que quieren escuchar, hasta lo he escrito. ¿Para los purés o las sopas? Fácil. Mezclen variados vegetales con un poco de papa ya a los nenes les gusta siempre. ¿Para que coma este plato que nunca le ha gustado? Simple. Traten de ser creativos y de decorar el plato, darle un toque divertido, dibujando por ejemplo una cara de payaso con ojos de tomates cherry y sonrisa ketchup. ¿Para cambiar del arroz? ¡Prueben la quinoa, o el trigo burgol! Eso y muchos otros consejos truchos cuyo solo recuerdo me da vergüenza.
La verdad, es que contesto de esta manera para darles esperanza. Pero, en el fondo, mi convicción es la siguiente: los niños son los enemigos de la gastronomía. Son brutos. No tienen gusto. Son malos. Y por supuesto que son ingratos.
Siempre pensamos que cuando dicen “me gusta” y “no me gusta” están expresando su personalidad naciente. En realidad, no tienen idea. Un día les gusta, otro no. Todavía no tienen las capacidades gustativas y olfativas para evaluar las cosas. Para que se acostumbren a algo, lo tienen que probar mínimo 5 veces. Y a la sexta podrán decir “me encanta” así como decir que “es un asco”. Generalmente, la comida les gusta cuando tiene azúcar y/o leche. Son embriones gastronómicos. Nada más.
Y cuando les proponemos participar al acto de cocinar, aun cuando dicen que les gustaría, terminan aburriéndose. Son decepcionantes y perversos: a veces hasta te vienen a buscar porque quieren cocinar una torta, y ni bien empiezas a enseñarles como se rompe un huevo que ya se van a jugar a
la Playstation.
No les gustan las comidas caseras. Si buscas verduras orgánicas, carne de primera calidad y pollo de campo, te dicen que prefieren las arvejas congeladas y las hamburguesas del Coto. ¿Pescado? Congelado y empanado por favor. ¿Salsa de tomate? En lata, la salsa natural no la soportan. ¿Un Sándwich? En MacDo, ni te tocarán el sandwichito hecho con amor, pan casero y materia prima sana. Intuitivamente, siempre elegirán las comidas y bebidas con componentes más químicos, pobres y patéticos.
Siempre habrá padres para decir que no es verdad, que a su hijita o a su nenito sí le gusta cocinar, y que come de todo y blablabla. En el 99% de los casos es pura mentira. Dicen esto porque una vez cocinaron una mousse de chocolate con su hijo sin que se desmaye de aburrimiento. O porque le gusta comer remolacha o apio que a sus amigos no les gusta. ¡La gran cosa! Están idealizando a full: prefieren ver la excepción que la regla, en lugar de reconocer que el nene siempre no se puede concentrar más de 15 segundos en la cocina y que si bien come apio, todas las demás verduras le inspiran gritos de asco.
Queda el 1% de padres felices, que sí tienen un hijo que parece sinceramente interesarse a las maravillas gastronómicas. Bueno. Seré aguafiestas. No me importa. ¡Eso no quiere decir que siempre será así! Más grande, es probable que le de la espalda a lo que le gustaba de niño. ¿Le gustaba cocinar? Entonces, con los cuestionamientos revolucionarios de la adolescencia, posiblemente se convertirá en un adicto de los fast-food y de lo congelado, y considerará que la gente que cocina, como sus viejos tontos, son perdedores y esclavos que se pierden la miel de la vida. ¿La miel? Uy no. Eso es comida.
¿Qué tenemos que hacer entonces? ¿Darles de comer alimeto balanceado hasta que se decidan? ¿Declararnos vencidos frente a la dictadura del temible combo pizza-Danonino? NO.
Los niños tienen que comer de todo. Hay que cansarlos con una diversificación alimenticia intensa, permanente. ¿No les gusta la remolacha? Les ofreceremos de nuevo la semana próxima. No importa. Y comerán lo que hay, es decir cosas buenas y variadas. Con esto les pondremos en condiciones de definir su futuros gustos, y de hacerse (o no) adictos del buen comer. Si quieren cocinar con mama o papa, bienvenidos. Y si se cansan, que se cansen.
Recomiendo alimentar su curiosidad e imponer, a la vez, un poco de todo en el plato. No garantiza absolutamente nada pero, por lo menos, evita que estén condenados a comer mal toda su vida. Y si no les gusta, si se quejan, si les parecen ingratos, es que es así. No pasa nada. No vale la pena desesperarse. Los amamos igual.